jueves, diciembre 10, 2009

Dos fragmentos que se quedaron afuera de cierto relato


Meses atrás, una noche de invierno Clementina había vuelto a pie al departamentito que alquilaba en la zona sur de la ciudad. Todavía buscaba trabajo y, con la mitad de la cara oculta en una bufanda de lana violeta, todo el cuerpo contraído por el frío, los pies húmedos dentro de las medias de toalla, llevaba en la mochila, además de varios pequeños artículos, un cuaderno de notas, una cartuchera con lápices, lapiceras y sacapuntas, unas hojas A4 abrochadas que contenían los avisos clasificados que había impreso en un ciber del centro y el CD con los ejercicios de meditación o de relajación que su madre le había recomendado. Cuando entró al departamento y se sacó la bufanda y dejó la mochila sobre la mesa del living-comedor y se fue al cuarto a cambiarse las medias, no tenía intención alguna siquiera de mirar la tapa del CD o de hojear el librito de información e instrucciones que lo acompañaba. Sin embargo más tarde se puso a revisar la mochila en busca de los cigarrillos y encontró la caja que contenía el CD. Qué otra cosa podía hacer. Había renunciado a la televisión por cable, había dejado de pagar su conexión a Internet, el teléfono. Sólo le quedaba dinero suficiente para comer y fumar durante unos días, y si al finalizar ese plazo no conseguía trabajo, tendría que dejar el departamento y volver a vivir con su madre. Inspeccionó la caja del CD. Sacó el librito y comenzó a leerlo mientras buscaba el reproductor con los auriculares que acabó encontrando en medio de dos pilas de libros y revistas, en el piso del dormitorio. Mayormente historietas y novelas prestadas de ciencia ficción que se habían ido amontonando a fuerza de no devolvérselas a su dueño luego de haberlas leído. Se metió en la cama, puso el CD en el reproductor, los auriculares en sus orejas y cerró los ojos.


Acostada en la cama boca arriba, tapada hasta el cuello, Clementina seguía las instrucciones que una voz masculina de pronunciación castiza le iba dictando. Toda la primera parte, que consistía en buscar el lugar indicado para practicar los ejercicios, ya había sido cumplida. En el cuarto había silencio. Y la luz del baño, que llegaba tenue hasta el dormitorio, daba la penumbra justa. Luego de haber relajado el cuerpo empezando por la punta de los pies y ascendiendo por cada uno de los músculos, comenzó la etapa que la voz con tono susurrante tituló “Vacía tu mente”. Debía imaginar que estaba en un lugar placentero. Algo agradable en donde no hubiera nada que pudiese ser percibido como amenazante. La voz dictaba. Por ejemplo podía verse a sí misma en un autocine, acostada en el capó del auto que a ella se le antojase. Una fresca noche de primavera. A su alrededor, para que no se sintiese sola, tal vez fuera necesario que hubiera algo de gente, dos o tres autos más en cuyo interior habría parejas. Hasta ella llegaría el perfume del césped recién cortado, de las flores en su mejor momento. Si Clementina miraba a uno de estos autos que se encontraban estacionados al lado del suyo, quienes estuvieran dentro de ellos le sonreirían. Se sentiría a gusto. El marco perfecto. Bien. Entonces estaba todo listo para que comenzara la proyección. En la pantalla, en orden cronológico, irían apareciendo las actividades del día. Si de algún modo le daba vergüenza que otros estuviesen viéndola en su intimidad, no debía preocuparse por eso, en definitiva se trataba de su imaginación y podía hacer lo que quisiera. A lo mejor, en el instante preciso en el que su rutina matinal empezara a proyectarse en la pantalla, las parejas que estaban en los otros autos podían comenzar a besarse. Lo que a ella le pareciera lo más apropiado. Tenía que estar a gusto. Desfilarían, entonces, las actividades del día. No había necesidad de detalles. Simplemente debían ir pasando por la pantalla. Lo que había hecho por la mañana, al mediodía, por la tarde, y continuar de este modo hasta que llegara el momento presente, en el que Clementina estaría, como estaba, acostada en su cama siguiendo las instrucciones. De este modo, aseguraba la voz, su mente quedaría vacía. Y en consecuencia la pantalla aparecería absolutamente en blanco. Alcanzada esta instancia, la voz, que a lo largo de la sesión había ido menguando en intensidad, perdiéndose paulatinamente, al menos así lo había percibido Clementina, se volvió por completo inaudible. Sin embargo, Clementina actuaba siguiendo sus dictados, que ya no le llegaban a los oídos sino a sus pensamientos, como por efecto telepático. Esta conciencia, por decirlo de algún modo, que le dictaba a otra su voluntad, le dijo a Clementina que debía bajarse del capó del auto y dirigir sus pasos hacia la plataforma en la que se encontraba la pantalla, ahora tan en blanco como su mente. Y Clementina lo hizo. Caminó hasta la plataforma, subió por la escalera que había en medio de ésta y se quedó esperando instrucciones, parada frente a la pantalla.

sábado, diciembre 05, 2009

Hace cosa más o menos de una semana, estaba con un par de amigas hablando de otra chica a quien llamaré H. Una de mis dos interlocutoras se mostraba particularmente decidida a dejar expuesta la verdadera personalidad de H, ya que, según decía, todo lo que H hacía o decía en realidad estaba diseñado por ésta como camuflaje. Habría sido injusto para quienes interactuamos con ella, decía mi interlocutora, no revelar esta información. En algún momento, con la intervención de todos los participantes de la charla, había quedado dicho que el método que utilizaba H para confeccionar sus disfraces, por decirlo así, era el de la inversión de los datos. Un recurso gastado que sin embargo no pierde eficacia en determinados contextos. De modo que si H por alguna razón llegaba a sentirse insatisfecha digamos con su desempeño académico, o supusiera que los demás, a lo mejor nosotros, que aquel día hablábamos de ella, en caso de contar con la información necesaria habríamos juzgado como deficientes los resultados de sus actividades, sin ninguna clase de rodeo declaraba que le había ido maravillosamente bien en cada cosa que había emprendido, que jamás habría imaginado que sería tan feliz tanto laboral como afectivamente, etcétera. Todo esto me resultaba, además de tedioso, obvio. Ninguna novedad en estas frases que se decían como portadoras de grandes revelaciones. Y acaso para dar por zanjado el asunto dije que H se comportaba de esa manera porque estaba loca. Lo dije así: H está loca. Confieso que he cargado esta pequeña frase con algunos ingredientes que sin duda, digamos, la han engordado. Por ejemplo cierto gesto de fastidio en la cara y un movimiento de la mano como si alejara una mosca de la punta de mi nariz. Pero de ninguna manera esperé que causara tal indignación en mis compañeras de mesa. Gesticulantes, dijeron que no les parecía para nada que se tratara de locura. Y que, en todo caso, en qué me basaba yo para hacer semejante declaración. No me basaba en nada. Era una manera de decir. Entonces debía retractarme. O por lo menos aceptar que la que había usado era una expresión exagerada y hasta fuera de lugar... Supongo que lo que les molestaba y las había conducido directamente a la ira era que el hecho de que H estuviera loca la convertía por supuesto en inimputable. Que su felicidad ficticia, ya de por sí difícil o imposible de refutar, encontraba origen en algo cuyo responsable desaparecía detrás de la locura, se ocultaba cada vez que alguien pretendía ahondar en sus asuntos, digamos que se asomaba, reía y se volvía a ocultar. Y sin duda la felicidad de H, aunque no fuese más que una felicidad inventada, ya era algo. Algo que no se le podía permitir en absoluto.