viernes, febrero 12, 2010
Leyendo determinada parte de Siberia blues de Néstor Sánchez, fragmento que para qué citar con precisión, me acordé –y no logro determinar del todo la razón de este recuerdo– de mi tío Jaime, quien, después de un derrame cerebral que le perdonó la vida, y ya en vías de recuperación al cuidado de su hija menor, Rosana –en ese momento seguramente resignada a haber nacido para (en la plenitud de su vida, recién separada y reconciliada consigo misma, por fin convertida en propietaria de una casa que pensaba compartir únicamente con su perrito blanco y ruludo, faldero, neurótico y maricón), inevitablemente, pues quizá se la había criado con ese único propósito, tener que dejarlo todo y entregarse a la esponja de la higiene diaria del viejo–, cada vez que quería pedirle a ésta que apagara el televisor frente al cual lo dejaban abandonado a su confusión, decía: cortá esos yuyos, haceme el favor.
miércoles, febrero 03, 2010
Lucrecia: grandes portales de un solo lado
A fines de los ‘80, cuando yo tenía supongo que quince o dieciséis años, había una chica, alumna de una escuela para chicas que más o menos solía fraternizar con mi instituto para chicos, ambas instituciones públicas pertenecientes a la U.N.T., cuyo nombre tardó casi toda una estación en perder el brillo y el poder evocativo y hasta hipnótico que adquiría para mí en aquel entonces cuando, ya a punto de comenzar el verano, desde el primer piso de la escuela a la que iba ella, tal vez fuera la semana de aquella escuela, semana de festejos y competencias deportivas de todo tipo, me asomaba y desde allí arriba la miraba jugar al vóley, y a ella le transpiraban las piernas, se agachaba un poco para recibir el saque del equipo rival, rubia, ni alta ni petisa, una permanente sonrisa como de guasón grabada en la cara y, como era la capitana del equipo, alentaba a sus compañeras, golpeaba las manos y decía vamos vamos, y yo, si hubiese sido más valiente, atrevido, lanzado, justamente me habría tirado de cabeza a la cancha nada más que para captar su atención por un rato, hasta que apareciera alguna autoridad, a lo mejor una no docente, digamos la preceptora, y viera el desastre de ese chico caído desde el primer piso y quisiera llevarme provisionalmente a la enfermería para allí esperar la llegada de la ambulancia que ya la mujer de la limpieza habría ido a llamar desde el teléfono de la sala de maestros o desde la dirección, entretanto ella, la chica, se abriría paso en medio del tumulto, me miraría, se apiadaría de mí, de mi pose de huesos descoyuntados y quebraduras expuestas, y detendría el trámite de moverme y gritaría no lo toquen que es peor, y me correría el pelo mojado de la frente y me diría quedate quieto que ya viene la ambulancia, sin embargo yo seguía mirándola desde el primer piso, acodado en la baranda, seguro y definitivamente ignorado por ella, y repetía, a veces mentalmente y de a ratos moviendo un poco los labios, Lucrecia Lucrecia Lucrecia, nombre que no agotaba sus cualidades por mucho que lo pronunciase, y seguía repitiendo su nombre, Lucrecia Lucrecia, y sin que lo notara había transcurrido una ráfaga de días lanzada con ametralladora, y no sólo no me animé a saltar sino que tampoco me le acerqué ni le dije nada, y ya se había acabado el partido, la semana, estaban terminando las clases, era pleno verano y yo, cada vez que podía, aquí y allá, continuaba limitándome a verla desde cierta distancia, bastante diferente sin el delantal, que le quedaba tan bien, vestía un jardinero rojo y una blusa blanca, en la parte delantera de su peinado se alzaba un jopo de alrededor de diez centímetros de alto y, por detrás, llevaba el pelo recogido exhibiendo las líneas de su cuello, la clavícula huesuda de ángulos fuertes, un lunar en el lado derecho de la cara, entre el lóbulo de la oreja y la mandíbula, la miraba así, en detalle, forzando el ojo, pasearse por los lugares a los que íbamos todos y no hacíamos nada salvo charlar y pasearnos mientras mirábamos cómo los otros charlaban y se paseaban al tiempo que nos veían, todos brillando de transpiración, sin albergar dentro de mí ninguna esperanza, sino todo lo contrario, más bien temeroso, de que por casualidad ella cruzara sus ojos con los míos, miraba cómo ella, extrovertida y sobre todo locuaz, interactuaba con el chico que había quedado frente a ella, uno entre los muchos que manaban de una fuente inagotable de chicos que se formaban, que hacían cola, que se manoteaban unos a otros para no perder el puesto o para ganar uno más próximo, y luego, cuando se cansaba de la lisonja masculina, pasaba a reunirse con sus amigas, quienes pacientemente habían estado aguardando que Lucrecia por fin decidiera integrarse a ellas en compacto grupo a un costado, ellas tan obedientes la rodeaban y se movían a su alrededor como en una coreografía algo turbada de amor y súplica pero sobre todo de adoración a Lucrecia, le habrían lamido las plantas de los pies si ella lo hubiese pedido, allí mismo, frente a todos, habrían formado un caminito de lenguas lamedoras para hacer más húmedo y cosquilloso su andar, amigas que la seguían a todas partes, incluso durante las vacaciones la siguieron por la ruta haciendo dedo, aventureras por devoción a Lucrecia, ella encabezaba la comitiva que se desplazaba de este modo hacia Villa Gesell, en donde su padre, como regalo de fin de año, como premio por haber terminado la secundaria satisfactoriamente, había alquilado un departamento de dos ambientes para que ella pasara enero con el séquito de adoratrices que acostumbraba a trasladar adonde sea que fuese, podía imaginarla, desde donde yo estaba, podía imaginarla en la playa, desde mi rincón, era para mí bastante fácil captar su imagen, ella allá, en “Gesell”, con sus amigas, y yo aquí, sentado en el cordón de la vereda con mis amigos, uno al lado del otro, tomando cerveza en el cordón de la vereda de la casa de Chiribín, mientras iba sintonizando cada vez mejor la figura de Lucrecia en la playa, los parlantes del minicomponente de Chiribín que, apoyados en la ventana, apuntaban hacia donde estábamos nosotros, sentados en el cordón de la vereda, y sonaba Black Sabbath y Led Zeppelín y AC/DC y, ya cuando habíamos entrado en calor, siempre sentados en el cordón de la vereda, y nos poníamos más hardcore, Motörhead, para aumentar la adrenalina, y después Dead Kennedys y The Exploited, y Chiribín que se dormía en su puesto en el cordón de la vereda porque no sé qué pastillas tomaba que le causaban ese efecto si las combinaba con alcohol, de modo que había que despertarlo a cada rato para que fuera a sacar otra cerveza del freezer y reemplazara la que acababa de sacar, y que luego llevaba hasta nosotros perdida en su mano monstruosa, con otra que esperaba en la puerta de la heladera su turno de ascender, y repetíamos la operación hasta que, quizá porque alguno de nosotros, sentado en el cordón de la vereda, había llevado la cuenta y sabía sin posibilidad de error que las cervezas se habían acabado, ya no lo despertábamos más, y esto se debía a que entonces había llegado el momento de jugar al sapo con la boca abierta de Chiribín que apuntaba al cielo y que amenazaba con tragarnos a todos en el próximo ronquido, para lo que por supuesto resultaba imprescindible que se mantuviera inconsciente, ya que el juego consistía en ir metiéndole cosas en la boca, una cosa cada uno, papelitos, puchos, piedras, clavos o cualquier otro objeto que cupiera en la enorme boca de aquel gigante que llevaba el pelo cortado al estilo mullet y una campera de jean, que ningún calor podía hacer que se quitara, en cuya espalda tenía impresa la tapa de un disco de Judas Priest, hasta que por fin se despertaba y comenzaba a escupir las cosas que le habíamos metido en la boca y tosía y rugía, lo que daba por concluido el juego y marcaba a quien hubiera introducido el último objeto como el encargado de tomar la bolsa de las compras de la madre de Chrirbín y caminar tres cuadras hacia el almacén más cercano en busca de cerveza, y sin duda muchas veces me tocó perder, muchas, y entonces era yo el que dejaba mi lugar en el cordón de la vereda y caminaba con las zapatillas pegoteadas en el asfalto hasta el almacén, un chico flaco de pelo negro y enrulado, largo hasta los hombros, el que iba balanceando la bolsa de las compras llena de envases de cerveza vacíos y reiteraba su plegaria, sólo aquel nombre cuya fuerza era capaz de abrir frente a quien lo repitiese grandes portales que se tragaban cualquier distancia, momento en el cual mi imagen de Lucrecia en la playa estaba por completo libre de interferencias y podía dedicarme a su contemplación al tiempo que caminaba muy despacio de manera que se prolongase todo lo posible aquella oportunidad de verla jugando al vóley playero como en cámara superlenta, acostada boca abajo en el aire, los brazos estirados, las manos juntas y unidos los pulgares para responder o al menos recibir el tiro que su compañera de equipo no había podido bloquear, todos los músculos tensos y en consecuencia marcados bajo la piel sudorosa y veteada de arena, que se le había ido pegando a lo largo del partido, los dedos de los pies estirados como queriendo sacar un último impulso que le permitiera llegar a la pelota, en la cara una expresión que hacía pensar en una sonrisa de compromiso con algo de desconcierto que le estuviera ofreciendo como saludo a alguien a quien no estaba segura de conocer, alguien que en ese preciso instante se hubiera quedado mirándola, alguien en una de esas que apareciera parado al borde de la cancha como recortado de otra escena, alguien de pelo largo, con una bolsa repleta con envases de cerveza, que pese a que de algún modo pareciera que fuese caminando no avanzara en absoluto, expresión ésta que en realidad no era nada de eso sino que bien vista dejaba claro que se trataba nada más que de una reacción al sol, que le daba a Lucrecia de lleno en la cara.
A fines de los ‘80, cuando yo tenía supongo que quince o dieciséis años, había una chica, alumna de una escuela para chicas que más o menos solía fraternizar con mi instituto para chicos, ambas instituciones públicas pertenecientes a la U.N.T., cuyo nombre tardó casi toda una estación en perder el brillo y el poder evocativo y hasta hipnótico que adquiría para mí en aquel entonces cuando, ya a punto de comenzar el verano, desde el primer piso de la escuela a la que iba ella, tal vez fuera la semana de aquella escuela, semana de festejos y competencias deportivas de todo tipo, me asomaba y desde allí arriba la miraba jugar al vóley, y a ella le transpiraban las piernas, se agachaba un poco para recibir el saque del equipo rival, rubia, ni alta ni petisa, una permanente sonrisa como de guasón grabada en la cara y, como era la capitana del equipo, alentaba a sus compañeras, golpeaba las manos y decía vamos vamos, y yo, si hubiese sido más valiente, atrevido, lanzado, justamente me habría tirado de cabeza a la cancha nada más que para captar su atención por un rato, hasta que apareciera alguna autoridad, a lo mejor una no docente, digamos la preceptora, y viera el desastre de ese chico caído desde el primer piso y quisiera llevarme provisionalmente a la enfermería para allí esperar la llegada de la ambulancia que ya la mujer de la limpieza habría ido a llamar desde el teléfono de la sala de maestros o desde la dirección, entretanto ella, la chica, se abriría paso en medio del tumulto, me miraría, se apiadaría de mí, de mi pose de huesos descoyuntados y quebraduras expuestas, y detendría el trámite de moverme y gritaría no lo toquen que es peor, y me correría el pelo mojado de la frente y me diría quedate quieto que ya viene la ambulancia, sin embargo yo seguía mirándola desde el primer piso, acodado en la baranda, seguro y definitivamente ignorado por ella, y repetía, a veces mentalmente y de a ratos moviendo un poco los labios, Lucrecia Lucrecia Lucrecia, nombre que no agotaba sus cualidades por mucho que lo pronunciase, y seguía repitiendo su nombre, Lucrecia Lucrecia, y sin que lo notara había transcurrido una ráfaga de días lanzada con ametralladora, y no sólo no me animé a saltar sino que tampoco me le acerqué ni le dije nada, y ya se había acabado el partido, la semana, estaban terminando las clases, era pleno verano y yo, cada vez que podía, aquí y allá, continuaba limitándome a verla desde cierta distancia, bastante diferente sin el delantal, que le quedaba tan bien, vestía un jardinero rojo y una blusa blanca, en la parte delantera de su peinado se alzaba un jopo de alrededor de diez centímetros de alto y, por detrás, llevaba el pelo recogido exhibiendo las líneas de su cuello, la clavícula huesuda de ángulos fuertes, un lunar en el lado derecho de la cara, entre el lóbulo de la oreja y la mandíbula, la miraba así, en detalle, forzando el ojo, pasearse por los lugares a los que íbamos todos y no hacíamos nada salvo charlar y pasearnos mientras mirábamos cómo los otros charlaban y se paseaban al tiempo que nos veían, todos brillando de transpiración, sin albergar dentro de mí ninguna esperanza, sino todo lo contrario, más bien temeroso, de que por casualidad ella cruzara sus ojos con los míos, miraba cómo ella, extrovertida y sobre todo locuaz, interactuaba con el chico que había quedado frente a ella, uno entre los muchos que manaban de una fuente inagotable de chicos que se formaban, que hacían cola, que se manoteaban unos a otros para no perder el puesto o para ganar uno más próximo, y luego, cuando se cansaba de la lisonja masculina, pasaba a reunirse con sus amigas, quienes pacientemente habían estado aguardando que Lucrecia por fin decidiera integrarse a ellas en compacto grupo a un costado, ellas tan obedientes la rodeaban y se movían a su alrededor como en una coreografía algo turbada de amor y súplica pero sobre todo de adoración a Lucrecia, le habrían lamido las plantas de los pies si ella lo hubiese pedido, allí mismo, frente a todos, habrían formado un caminito de lenguas lamedoras para hacer más húmedo y cosquilloso su andar, amigas que la seguían a todas partes, incluso durante las vacaciones la siguieron por la ruta haciendo dedo, aventureras por devoción a Lucrecia, ella encabezaba la comitiva que se desplazaba de este modo hacia Villa Gesell, en donde su padre, como regalo de fin de año, como premio por haber terminado la secundaria satisfactoriamente, había alquilado un departamento de dos ambientes para que ella pasara enero con el séquito de adoratrices que acostumbraba a trasladar adonde sea que fuese, podía imaginarla, desde donde yo estaba, podía imaginarla en la playa, desde mi rincón, era para mí bastante fácil captar su imagen, ella allá, en “Gesell”, con sus amigas, y yo aquí, sentado en el cordón de la vereda con mis amigos, uno al lado del otro, tomando cerveza en el cordón de la vereda de la casa de Chiribín, mientras iba sintonizando cada vez mejor la figura de Lucrecia en la playa, los parlantes del minicomponente de Chiribín que, apoyados en la ventana, apuntaban hacia donde estábamos nosotros, sentados en el cordón de la vereda, y sonaba Black Sabbath y Led Zeppelín y AC/DC y, ya cuando habíamos entrado en calor, siempre sentados en el cordón de la vereda, y nos poníamos más hardcore, Motörhead, para aumentar la adrenalina, y después Dead Kennedys y The Exploited, y Chiribín que se dormía en su puesto en el cordón de la vereda porque no sé qué pastillas tomaba que le causaban ese efecto si las combinaba con alcohol, de modo que había que despertarlo a cada rato para que fuera a sacar otra cerveza del freezer y reemplazara la que acababa de sacar, y que luego llevaba hasta nosotros perdida en su mano monstruosa, con otra que esperaba en la puerta de la heladera su turno de ascender, y repetíamos la operación hasta que, quizá porque alguno de nosotros, sentado en el cordón de la vereda, había llevado la cuenta y sabía sin posibilidad de error que las cervezas se habían acabado, ya no lo despertábamos más, y esto se debía a que entonces había llegado el momento de jugar al sapo con la boca abierta de Chiribín que apuntaba al cielo y que amenazaba con tragarnos a todos en el próximo ronquido, para lo que por supuesto resultaba imprescindible que se mantuviera inconsciente, ya que el juego consistía en ir metiéndole cosas en la boca, una cosa cada uno, papelitos, puchos, piedras, clavos o cualquier otro objeto que cupiera en la enorme boca de aquel gigante que llevaba el pelo cortado al estilo mullet y una campera de jean, que ningún calor podía hacer que se quitara, en cuya espalda tenía impresa la tapa de un disco de Judas Priest, hasta que por fin se despertaba y comenzaba a escupir las cosas que le habíamos metido en la boca y tosía y rugía, lo que daba por concluido el juego y marcaba a quien hubiera introducido el último objeto como el encargado de tomar la bolsa de las compras de la madre de Chrirbín y caminar tres cuadras hacia el almacén más cercano en busca de cerveza, y sin duda muchas veces me tocó perder, muchas, y entonces era yo el que dejaba mi lugar en el cordón de la vereda y caminaba con las zapatillas pegoteadas en el asfalto hasta el almacén, un chico flaco de pelo negro y enrulado, largo hasta los hombros, el que iba balanceando la bolsa de las compras llena de envases de cerveza vacíos y reiteraba su plegaria, sólo aquel nombre cuya fuerza era capaz de abrir frente a quien lo repitiese grandes portales que se tragaban cualquier distancia, momento en el cual mi imagen de Lucrecia en la playa estaba por completo libre de interferencias y podía dedicarme a su contemplación al tiempo que caminaba muy despacio de manera que se prolongase todo lo posible aquella oportunidad de verla jugando al vóley playero como en cámara superlenta, acostada boca abajo en el aire, los brazos estirados, las manos juntas y unidos los pulgares para responder o al menos recibir el tiro que su compañera de equipo no había podido bloquear, todos los músculos tensos y en consecuencia marcados bajo la piel sudorosa y veteada de arena, que se le había ido pegando a lo largo del partido, los dedos de los pies estirados como queriendo sacar un último impulso que le permitiera llegar a la pelota, en la cara una expresión que hacía pensar en una sonrisa de compromiso con algo de desconcierto que le estuviera ofreciendo como saludo a alguien a quien no estaba segura de conocer, alguien que en ese preciso instante se hubiera quedado mirándola, alguien en una de esas que apareciera parado al borde de la cancha como recortado de otra escena, alguien de pelo largo, con una bolsa repleta con envases de cerveza, que pese a que de algún modo pareciera que fuese caminando no avanzara en absoluto, expresión ésta que en realidad no era nada de eso sino que bien vista dejaba claro que se trataba nada más que de una reacción al sol, que le daba a Lucrecia de lleno en la cara.